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De mi libro: Felices los Niños
Juego de mano, juego de villano.
Dice que calle, que pueden llegar a oír. Dice que los que están afuera pueden llegar a oír. Que no llore. Que los niños no lloran. Que él aprendió y no llora. Que lastimarse al jugar no debe dar miedo. Que una pequeña lastimadura no hace daño, por el contrario, fortalece. Que todo pasa. Que a jugar se aprende. Que él está siempre dispuesto a enseñar, así como enseña a cruzar la calle, a pedalear sin rueditas en la bici, a la lucha cuerpo a cuerpo, a taclear para que el contrincante largue la pelota, a ser buen perdedor, buen compañero. Dice que los más grandes enseñan a los más chicos. Que hacerse hombre no cuesta, lo que cuesta es mantener esa imagen en el tiempo. Que ser niño es una ventaja. Que los adultos no dan crédito a lo que dicen, pero tampoco se los culpa de nada.
Dice que hay que lavarse la cara. Que las lágrimas afean. Que la cara de los niños se asemejan a los ángeles cuando duermen.
Dice que no llore. Que todo cicatriza. Que el desnudo de un cuerpo joven es una pintura perfecta. Una escultura sensual y atrayente. Dice que hay que darse un baño. Que es la hora de acostarse. Que es así como se crece; cerrando los ojos, dejándose llevar.
“Lo dice el tío Carlos (todavía me parece que lo dice), cada noche, cuando entro en mi cuarto”.
El disfraz
Pequeña, minúscula, descalza, busca en el gran cajón del dormitorio. Busca sus juguetes preferidos; el oso panda, la gitana de trenzas amarillas, la de los ojos azules, la otra, la de la cara pálida como una nube, la elige, pero no le gusta. Las sienta. Deja que una mesita de madera acumule la vajilla de juguete. Sube a la plataforma de unos zapatos que le quedan grandes. Le gustan. Otro par tiene los tacos como agujas. Parece que disfruta. Lo que quiere es disfrazarse; una chalina de seda, una pollera con volados, una cartera. Se mira al espejo. Sonríe. El maquillaje curva las pestañas. No sabe bien cómo pintarse. Por un rato se observa, se observa porque no hay nadie. Camina con dificultad. Quiere sentirse linda. La más linda. Piensa en el vestido que su mamá usa en las fiestas de fin de año. Siempre el mismo de tul con canesú de encaje. Sabe que ella no se le parece, es mucho más pequeña, no tiene su gracia, tampoco el color de su pelo, ni las pestañas arqueadas. Piensa que podría acortarse el dobladillo, quizás una alforza para achicar la cintura por los kilos que no tiene. Camina por el dormitorio. No hace ruido. Quiere que su figura tenga la gracia de una de esas doncellas que relata la abuela. Sos una princesita le parece oír a su papá, las princesitas no son sólo bellas, sino que siempre tienen una vida hermosa por delante. Ella quiere serlo, quiere ser la más bella, que la vida sea un cuento eterno de hadas. Sueña con bajar por la escalinata y que un príncipe la espere para ofrendarle esa vida prometida, placentera, ese reinado donde la felicidad sea su sello inconfundible. Se viste. Se mira. Aún no puede verse como quiere. Se pone aros y collares. Se pinta la boca con pulso inseguro. Se levanta el pelo. Quiere darle forma con una peineta. No le gusta. Se lo suelta. Quiere tener volumen. Un pelo en cascada. Un pelo en cascada. Rojo. Voluminoso. En cascada. Rojo. Sin embargo aparece con poco volumen sobre la cara, sobre los ojos exageradamente maquillados, esos que parecen admirar las gitanas, al oso panda, la mesa recién tendida.
Mueve las caderas levemente. Parece perder el equilibrio. Se vuelve a mirar. Siente que está hermosa. Pone los labios frente al vidrio. Imagina que al menos el papá, si no el príncipe, en ese beso, vendrá a rescatarla.
Sonríe. Observa el canesú de encaje, la pollera, los volados. Vuelve a posar los labios contra el espejo. No parece reconocer la mirada de la mujer. La que se hace eco de un desprecio mal disimulado. Viste uniforme blanco y una cofia que ella confunde con una tiara. Es la que descubre a la anciana sobre un sueño inexistente: Le saca lo zapatos, la chalina, los aros, le dice a la abuela que la tiene harta, que le tirará todos esos trastos viejos, que ya no hay más cuentos de hadas, que ya pasó el tiempo de disfrazarse.
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Cuento (Selección Antología 2005)
El Confidente
No me movía más que el interés de hablarle al oído. Quizás para contarle toda las cosas que tenían que ver con mi tristeza. Estaba lejos de casa; extrañaba los amigos, la familia. Tenía mucho para compartir con ella, y ¿sabes? no se dignó siquiera a mirarme esa noche, a pesar de que intuí que pudo percibirme apenas crucé la puerta. Más, te digo, se alejó varios metros del lugar donde yo me encontraba y la perdí de vista por un largo rato. Cuándo por fin volví a ubicarla se había sentado en un rincón tan oscuro que no me fue posible distinguir si estaba atenta a algún movimiento mío. Lo que sí sé, es que durante ese tiempo yo tomé tres, cuatro, cinco tragos; difícil recordarlo por la rara confusión en la que me habían hundido. Me habían limitado la percepción de todo lo que sucedía a mi alrededor, tanto, que no reparé en que en algún momento se había levantado y cruzado el salón. En realidad no me di cuenta hasta que no me enfrentó. Menuda sorpresa me llevé al reconocer de que no era ella, sino un pelirrojo travestido, pero no, no creas que fue eso lo que me dejó azorado, sino que con suma delicadeza puso su cara muy cerca de mí, con la clara intención de que le hablara al oído.
Patricia!!!Esta forma de escribir tuya,estos cuentos tan sorprendentes,donde relatas el abuso de menores, los locos sueños de una mujer anciana para la que el jugar parece eterno o el confidente pelirrojo, son atrapantes justamente por la forma en que estan relatados...esa forma de escribir es arte!!!Lo mismo me pasa con los cuentos de Mindurry..Uds si que son artistas!!!
ResponderEliminarGracias por existir...gracias ´por querer enseñar!
Gracias Mónica. Tu entusiasmo, tus ganas, la pasión que ponés por aprender, será el paso fundamental para escribir cada día mejor. ¡Vamos que vos podés!
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